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jueves, septiembre 27, 2007

No es más que un sueño

Dije que escribiría en vacaciones, pero no lo hice.
Me dije que la visitaría, pero no lo hice.
Parece que no soy de las que hace lo que planea.
Demasiado floja, demasiado egoísta. Demasiado cómoda.

En este momento, siento un nudo en el pecho.
Me siento bastante estúpida, por no haber estado lo suficientemente abierta a mi entorno, para poder escucharla decir adiós.
Si hace una hora mi madre no me da la noticia, no me habría enterado. Lo cual es perfectamente comprensible para cualquier ser humano racional.

Pero yo no soy racional.
Yo creo en el continuo flujo de la energía. Que somos un flujo continuo e indistinto de la misma energía, tiñiéndonos de colores y formas caprichosas para soportar la eternidad... Para divertirnos en ella.

Energía eterna.
Una.

La muerte siempre se anuncia. No gusta de llegar en silencio.
Si abrimos nuestros sentidos, podremos darnos cuenta de todo el ruido que hace.
Por ejemplo, las llaves de mi madre hicieron hoy un ruido diferente. Y podría añadir la tristeza extraña que me atacó estos días.
Amiga, no escuché con atención el llamado de tu muerte, pero no se me escapó la despedida de tu alma.
Sólo que no sabía que eras tú.

No quise pensar en la posibilidad de que fueras tú.

Era una tristeza extraña.
Un adormecimiento anormal.

¿Cómo iba a ir a verte?
Cómo justificar verte antes de la operación, cómo pararme a tu lado y decirte que no me había ido a despedir.
No. No podía hacerlo.
Porque tú leías los signos mucho mejor que yo. Y mi presencia a tu lado te habría dado la certeza.
Y yo, tonta egoísta, no quería ser la fatal mensajera.
Supongo que lo fue entonces mi ausencia.
Pero no cedí: Yo te vería después, cuando salieras, cuando nada hubiese pasado.
Cuando la muerte te hubiese dicho que aún no era tu hora.

No podía ir a verte.

Y ahora, no tengo el derecho de llorarte.
Lloro, sí, pero suavemente. Casi ni es llorar.
Son sólo lágrimas que se quedan atrapadas en los ojos, que tienen vergüenza de rodar.

Yo sólo tengo el derecho del alma.
El de haberte conocido y amado, aunque no hice mucho por ti.
El derecho de saber que fui amada por ti, de ser una hija de otro cuerpo, pero hija al fin.
Llanto egoísta: no lloro la muerte de ser de una amado, sino la de uno que me amaba.
Oh, querido Oscar, ¿porqué era que lloraba el río la muerte de Narciso?

Tu propia sangre te llora en este momento.
Por ellos lloro más. Porque no tengo ni siquiera una palabra hermosa que darles. Porque no puedo, en este momento en que los devora el dolor, devolverles las palabras que sembraste en mí.
Llanto egoísta, también: lloro mi inutilidad.

Ah, querida y alegre Flor, que pusiste colores y belleza en mi vida.
Que por ti, amiga, me broten entonces sonrisas.
Te veré viva, riendo, susurrando secretos, dando consejos y caricias.
Ya no tendrás razones para estar molesta.
Y por ti, seré egoísta y estaré feliz.
Porque estuviste en mi vida y me diste generosamente tu presencia.
Que si me corren lágrimas, sean de la alegría inmerecida que es el haberte conocido.

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